He visto un señor vendedor de periódicos de San Martín de Porres recogiendo, con sus manos callosas de albañil, los restos despedazados de su hijo policía de veintidós años mientras una reportera quizá demasiado excitada por su espectacular primicia, describe lo indescriptible para el Perú entero.
He visto que una avenida llevará ahora el nombre de César Vilca Vega, el nuevo mártir. He visto unas pancartas llamándolo héroe a lo largo de otra avenida que llega hasta el Jockey Plaza. He visto a su padre reconocer los parches del sagrado uniforme de la patria “porque estaba roto y yo mismo se lo parché.” Lo he visto llorando encogido, como un niño, preguntándole a esa misma reportera: ¿Y yo para qué quiero un hijo héroe, señorita?
He visto a otro mártir como él, Yenuri Chiguala Cruz, convertido en Premio Nacional de la Juventud del Ministerio de Educación y también en una calle de Miraflores y en un dorado busto de yeso en mitad de la Avenida Túpac Amaru por donde todos los días pasan miles de personas que ya ni se acuerdan que Yenuri Chiguala Cruz fue, en realidad, aquel “niño héroe” que el camión de la leva se llevó en 1995 de la puerta de su casita en Comas directamente a la guerra del Cenepa para que, derribado a la primera explosión, muriera de tétanos a los 14 años (y fuera ejemplo para la juventud).
He visto a cuarenta y tres muchachos morir asfixiados y quemados vivos, atrapados en esas horrendas ratoneras llamadas centros de rehabilitación. He visto, por décadas, a chicos drogarse en las calles para engañar al hambre y al frío. He visto padres que condenan a sus hijos a estos infames depósitos humanos porque “se han enviciado con los videojuegos”. He visto demasiados pacientes salir de estas casas peor de lo que entraron: masacrados, violados y muertos. He visto prósperas fortunas amasarse en este negocio sucio y ruin.
He visto que, cada vez que esta desgracia nos vuelve a suceder, el Ministro de Salud automáticamente culpa a los alcaldes. He visto que, cada vez que esta desgracia nos vuelve a suceder, los alcaldes automáticamente culpan al Ministro de Salud.
He visto lanzar a la muerte a una chica estudiosa, buena y bella desde el estribo de una Coaster en movimiento solamente porque intentó evitar que le roben el i-pod que había comprado con su trabajo.
He visto lanzar a la muerte a un chico estudioso, bueno y bello desde lo alto de una tribuna contra el concreto de un estadio solamente porque llevaba puesta una camiseta blanca y azul.
He visto una niña llamada Romina quedar cuadripléjica por las balas que unas bestias le dispararon en la Vía Expresa. He visto el infierno que reflejaban los ojos de sus pobres padres, tan jóvenes y tan indefensos que es imposible no pensar en que podrían ser mis hijos.
He visto el rostro amoratado de Nelson Máximo, un niñito de 10 años que hoy está a punto de quedar ciego a causa de los puñetazos brutales que le propinó un miserable llamado Luis Torres Oré, el dueño de un maldito carro que el niño rayó jugando.
He visto las siglas MSX? tatuadas en la cara interna de los labios inferiores de Oscar Barrientos, el joven chalaco de 19 que, este verano, asesinó de un balazo a su padre por ninguna razón en particular, solo para lograr ser admitido en las internacionales filas de la Mara Salvatrucha.
He visto un Gran Maestro de Ajedrez de menos de 20 años dormir en los parques en Brasil, ser abandonado a la intemperie en Rusia, resignarse a integrar el equipo de México y, finalmente, mudarse del todo a Cuba de donde espera nunca regresar.
He visto salir de los arenales a un prodigio del golf infantil que, sin embargo, tiene que mendigar pasajes para acudir a las competencias y acostumbrarse a las miraditas de desprecio con que siempre lo premian en los grandes torneos de los grandes country clubes de Lima.
He visto a un chico desempleado de Jesús María salvarse milagrosamente de la horca en Kuala Lumpur por haber intentado ganarse cinco lucas llevando un kilo de cocaína entre sus ropas.
He visto a un chiquillo trujillano apodado Gringasho, un sicario cuya asombrosa y publicitada eficacia pistolera es tal que, cada vez que lo capturan, las grandes bandas lo rescatan a balazos de todos los candorosos albergues donde intentan reeducarlo aunque hoy esté prófugo y nadie sepa a cuánta gente haya matado hasta el momento, con tan solo dieciséis añitos.
He visto a un apuesto y fotogénico flete arrodillarse histriónicamente delante del entrevistador después de haber asesinado por plata a su mejor amigo, destrozándole la cabeza a golpes y estrangulándolo con el cable de una computadora.
He visto doblar sus espaldas por el peso brutal del trabajo a los niños de los lavaderos de oro de Huaypetue en Madre de Dios, a los niños cargadores del Mercado de Fruta del Agustino, a los niños de las ladrilleras, a los niños picapedreros, a los niños recicladores, a los niños acróbatas de asfalto que mendigan en todos los semáforos de San Isidro, ancianos prematuros que, tarde o temprano, terminarán con las vértebras molidas.
He visto que hoy continúa en las primeras planas la misma desgarradora foto del Mayor Bazán que sigue desaparecido, tres años después de la matanza de Bagua.
He visto un no sé qué del Paco Yunque de Vallejo en la apacible bondad de Clinton Maylle, un escolar de 14 años que quedó paralítico a causa de una fractura en la columna ocasionada por la atroz pateadura que –por “cholo”- le dieron sus compañeritos del salón.
He visto que, pese a que sus madres peregrinan juntas por todos los canales, arrodillándose ante cuanto periodista se digna escuchar sus súplicas, tres amigos de San Juan de Lurigancho, Gustavo Ferreri, Micky Díaz y José Carlos Matta están a punto de cumplir un año presos en vano, acusados de la muerte de un bebé que murió de muerte natural, varias horas antes de que ellos se enfrascaran en una absurda bronca de barrio a la que atribuyen el hecho, injustamente.
He visto al solitario, estoico, glorioso, casi mitológico suboficial de policía Luis Astuquillca sobrevivir al odio mortífero de unos y al abandono mortífero de otros y regresar sin aliento y con la vida pendiéndole de un hilo solo para poder abrazar a sus padres, sin poder disimular el abismo escalofriante de su tristeza, de su inescrutable amargura.
He visto al abucheado titular del Interior Daniel Lozada extenderle su bendición ministerial televisada y de hacerle no una sino, tres, tres señales de la cruz en la frente: por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos, líbranos señor, Dios nuestro.
Y hoy he visto a un presidente pontificando con aprendida elocuencia y envidiable serenidad, dictando el titular ideal para “El Peruano” frente al bosque de micrófonos y de cámaras, diciendo una frase que acaso habría que grabar en bronce en la mismísima puerta de Palacio:
“Nosotros estamos con la conciencia tranquila”.
Nosotros no.
He visto a otro mártir como él, Yenuri Chiguala Cruz, convertido en Premio Nacional de la Juventud del Ministerio de Educación y también en una calle de Miraflores y en un dorado busto de yeso en mitad de la Avenida Túpac Amaru por donde todos los días pasan miles de personas que ya ni se acuerdan que Yenuri Chiguala Cruz fue, en realidad, aquel “niño héroe” que el camión de la leva se llevó en 1995 de la puerta de su casita en Comas directamente a la guerra del Cenepa para que, derribado a la primera explosión, muriera de tétanos a los 14 años (y fuera ejemplo para la juventud).
He visto a cuarenta y tres muchachos morir asfixiados y quemados vivos, atrapados en esas horrendas ratoneras llamadas centros de rehabilitación. He visto, por décadas, a chicos drogarse en las calles para engañar al hambre y al frío. He visto padres que condenan a sus hijos a estos infames depósitos humanos porque “se han enviciado con los videojuegos”. He visto demasiados pacientes salir de estas casas peor de lo que entraron: masacrados, violados y muertos. He visto prósperas fortunas amasarse en este negocio sucio y ruin.
He visto que, cada vez que esta desgracia nos vuelve a suceder, el Ministro de Salud automáticamente culpa a los alcaldes. He visto que, cada vez que esta desgracia nos vuelve a suceder, los alcaldes automáticamente culpan al Ministro de Salud.
He visto lanzar a la muerte a una chica estudiosa, buena y bella desde el estribo de una Coaster en movimiento solamente porque intentó evitar que le roben el i-pod que había comprado con su trabajo.
He visto lanzar a la muerte a un chico estudioso, bueno y bello desde lo alto de una tribuna contra el concreto de un estadio solamente porque llevaba puesta una camiseta blanca y azul.
He visto una niña llamada Romina quedar cuadripléjica por las balas que unas bestias le dispararon en la Vía Expresa. He visto el infierno que reflejaban los ojos de sus pobres padres, tan jóvenes y tan indefensos que es imposible no pensar en que podrían ser mis hijos.
He visto el rostro amoratado de Nelson Máximo, un niñito de 10 años que hoy está a punto de quedar ciego a causa de los puñetazos brutales que le propinó un miserable llamado Luis Torres Oré, el dueño de un maldito carro que el niño rayó jugando.
He visto las siglas MSX? tatuadas en la cara interna de los labios inferiores de Oscar Barrientos, el joven chalaco de 19 que, este verano, asesinó de un balazo a su padre por ninguna razón en particular, solo para lograr ser admitido en las internacionales filas de la Mara Salvatrucha.
He visto un Gran Maestro de Ajedrez de menos de 20 años dormir en los parques en Brasil, ser abandonado a la intemperie en Rusia, resignarse a integrar el equipo de México y, finalmente, mudarse del todo a Cuba de donde espera nunca regresar.
He visto salir de los arenales a un prodigio del golf infantil que, sin embargo, tiene que mendigar pasajes para acudir a las competencias y acostumbrarse a las miraditas de desprecio con que siempre lo premian en los grandes torneos de los grandes country clubes de Lima.
He visto a un chico desempleado de Jesús María salvarse milagrosamente de la horca en Kuala Lumpur por haber intentado ganarse cinco lucas llevando un kilo de cocaína entre sus ropas.
He visto a un chiquillo trujillano apodado Gringasho, un sicario cuya asombrosa y publicitada eficacia pistolera es tal que, cada vez que lo capturan, las grandes bandas lo rescatan a balazos de todos los candorosos albergues donde intentan reeducarlo aunque hoy esté prófugo y nadie sepa a cuánta gente haya matado hasta el momento, con tan solo dieciséis añitos.
He visto a un apuesto y fotogénico flete arrodillarse histriónicamente delante del entrevistador después de haber asesinado por plata a su mejor amigo, destrozándole la cabeza a golpes y estrangulándolo con el cable de una computadora.
He visto doblar sus espaldas por el peso brutal del trabajo a los niños de los lavaderos de oro de Huaypetue en Madre de Dios, a los niños cargadores del Mercado de Fruta del Agustino, a los niños de las ladrilleras, a los niños picapedreros, a los niños recicladores, a los niños acróbatas de asfalto que mendigan en todos los semáforos de San Isidro, ancianos prematuros que, tarde o temprano, terminarán con las vértebras molidas.
He visto que hoy continúa en las primeras planas la misma desgarradora foto del Mayor Bazán que sigue desaparecido, tres años después de la matanza de Bagua.
He visto un no sé qué del Paco Yunque de Vallejo en la apacible bondad de Clinton Maylle, un escolar de 14 años que quedó paralítico a causa de una fractura en la columna ocasionada por la atroz pateadura que –por “cholo”- le dieron sus compañeritos del salón.
He visto que, pese a que sus madres peregrinan juntas por todos los canales, arrodillándose ante cuanto periodista se digna escuchar sus súplicas, tres amigos de San Juan de Lurigancho, Gustavo Ferreri, Micky Díaz y José Carlos Matta están a punto de cumplir un año presos en vano, acusados de la muerte de un bebé que murió de muerte natural, varias horas antes de que ellos se enfrascaran en una absurda bronca de barrio a la que atribuyen el hecho, injustamente.
He visto al solitario, estoico, glorioso, casi mitológico suboficial de policía Luis Astuquillca sobrevivir al odio mortífero de unos y al abandono mortífero de otros y regresar sin aliento y con la vida pendiéndole de un hilo solo para poder abrazar a sus padres, sin poder disimular el abismo escalofriante de su tristeza, de su inescrutable amargura.
He visto al abucheado titular del Interior Daniel Lozada extenderle su bendición ministerial televisada y de hacerle no una sino, tres, tres señales de la cruz en la frente: por la señal de la santa cruz, de nuestros enemigos, líbranos señor, Dios nuestro.
Y hoy he visto a un presidente pontificando con aprendida elocuencia y envidiable serenidad, dictando el titular ideal para “El Peruano” frente al bosque de micrófonos y de cámaras, diciendo una frase que acaso habría que grabar en bronce en la mismísima puerta de Palacio:
“Nosotros estamos con la conciencia tranquila”.
Nosotros no.
Beto Ortiz, Pandemonio. www.peru21.com
bortiz@peru21.com
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