Estos días de fiestas me ponen de un humor sombrío, avinagrado. Se supone que uno debería sentirse contento de compartir las fiestas con su familia y salir de compras entusiasmado para expresar su afecto mediante regalos y, cuando se está comprando o envolviendo lo comprado o a punto de obsequiar lo envuelto, sentir que los rencores van menguando y acaso desaparecen y que florece en el espíritu un renovado amor al pariente, al amigo, al prójimo, al vecino.
Yo, la verdad, perdón por la franqueza, no siento nada de eso, o siento lo contrario de eso. Para comenzar, siempre me ha resultado arduo compartir mi vida minúscula, pesarosa con mi familia. Tengo para mí que la familia es un mal necesario, un mal a secas, y que hay que huir de ella como quien escapa de un campo de concentración. La familia es la fuente de los peores conflictos y frustraciones, una guerra de guerrillas, territorio minado, la maleza en la que se agazapan tus peores enemigos, esos que en días soleados se hacen pasar como tus amigos. Un día triste siempre puede ser aun más triste si se lo comparte con la familia.
Mi recuerdo de la vida familiar es que en ella predominan la simulación, la intriga, la emboscada, el chisme artero, la sonrisa de quien te da un regalo y luego se solaza machacándote a tus espaldas con insidias educadas. Tal vez no todas las familias son como las que yo he conocido, pero me parece que es infrecuente que las familias se reúnan para hablar de las cosas que en verdad importan: lo que suele animar los conciliábulos familiares es la obediencia a la ceremonia, al protocolo doméstico, cumplir con las formas, celebrar ciertas fechas marcadas en el calendario, obligarse al ritual de unas sonrisas o unos abrazos o unas felicidades impostadas o unos regalos que no siempre se dan deseándolo sino para quedar bien, para salir del apuro, para demostrar que uno cumple –a regañadientes, pero cumple– con la bendita, inaguantable familia. Ya luego, acababa la reunión, la familia se disgrega, se dispersa, y es entonces cuando se desatan las lenguas viperinas y no queda títere con cabeza y uno descubre que ha asistido a la fiesta familiar no para salir queriendo más a los parientes sino para marcharse odiándolos como nunca los había odiado, creyendo haber descubierto en ellos unas ruindades y unas bajezas que los convierten en seres intratables, no deseando verlos más, jurando no volver a esa reunión a la que no teníamos ganas de asistir y fuimos obligados por las circunstancias, para quedar bien con la familia.
«Da la impresión de que el regalo no es siempre una expresión de afecto, sino de jactancia, de recursos, de poder, un modo sibilino de decirle al regalado: mira cuánta plata tengo, mira el buen regalo que te hago, sin duda es mejor que el adefesio que me has endilgado tú, mira lo bien que me va, procuro no verte todo el año (y por eso me va tan bien) pero ahora que es Navidad me veo forzado a verte, me resigno a verte y te recuerdo mi éxito con este regalo que me ha costado un ojo de la cara, más vale que me lo agradezcas como es debido, mira el dineral que me he gastado en ti.»
Porque a la familia, y hablo por mí, que nadie se dé por aludido, no tiene uno muchas ganas de verla en días corrientes, y por eso en días festivos, cuando se nos obliga a verla, cuando se nos espera, cuando sabemos que quedaremos mal si no acudimos a visitarla, es precisamente cuando menos ganas se tiene de entreverarse con ella, menos ganas aun que un día ordinario, laico, desprovisto de fanfarria y beatería. Esta es una norma que procuro observar con espíritu subversivo, dinamitero: si una vaga idea del bienestar personal me remite a la soledad y a la lejanía de mi familia –una distancia a ser posible geográfica y mensurable en miles de kilómetros o en horas de avión, visa por medio–, entonces la celebración de una fiesta, no siendo creyente y siendo un probado aguafiestas, consiste, en mi caso, en festejar lo contrario de lo que comúnmente se festeja, es decir no que me he reunido con la familia sino que me he reunido conmigo mismo a despecho de la familia, que no soy prisionero de la familia, que no voy a permitir que el peso abrumador de la familia hunda y ahogue al individuo vagaroso que soy, que me he emancipado en buena hora de las servidumbres y los yugos a las que la familia nos acostumbra.

Da la impresión de que el regalo no es siempre una expresión de afecto, sino de jactancia, de recursos, de poder, un modo sibilino de decirle al regalado: mira cuánta plata tengo, mira el buen regalo que te hago, sin duda es mejor que el adefesio que me has endilgado tú, mira lo bien que me va, procuro no verte todo el año (y por eso me va tan bien) pero ahora que es Navidad me veo forzado a verte, me resigno a verte y te recuerdo mi éxito con este regalo que me ha costado un ojo de la cara, más vale que me lo agradezcas como es debido, mira el dineral que me he gastado en ti.

Por Jaime Bayly. Tomado de Peru21.pe
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